El diario de hoy trae una interesante respuesta de Eduardo Rinesi a algunas afirmaciones que realizó Umberto Eco en su discurso de aceptación del Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad de Burgos sosteniendo la necesidad de que la universidad recuperara su carácter elitista.
La replica de Rinesi es necesaria y doblemente previsible.
Previsible porque la larga tradición política democrática desarrollada en torno a la educación superior pública en nuestro país no podía permanecer en silencio frente a una afirmación tan netamente contraria a sus principales valores.
Previsible porque no desborda de ninguna manera los postulados que de esos valores derivan y que pueden reducirse a la educación superior como derecho de ciudadanía.
Sin embargo, y aún concordando plenamente con el horizonte democrático que inspira a sostenedores de la educación superior pública en la Argentina, es necesario marcar los límites que esa tradición encuentra en esta época.
Sin conocer en profundidad el debate en torno a la educación pública (uno de cuyos principales referentes regionales es nuestro compatriota Pablo Gentili) puedo identificar en el discurso de “los estudios universitarios como derecho” la ulterior prolongación de la responsabilidad estatal que ya rige sobre la educación inicial, primaria y secundaria. Cabe preguntarse, en este sentido, si no llegaremos en algún futuro a discutir respecto de la obligatoriedad de esa educación, que ya rige para las instancias anteriores. ¿No sería acaso la Universidad Pública Obligatoria el modo final de garantizar el derecho concretando su reverso de obligación?
Más allá de la provocación, resulta evidente que la masividad es un desafío (no un problema) para la universidad actual. Pero no lo es tanto en términos de gestión sino de expectativas. Si tanta gente concurre (y aún más quiere concurrir) a la universidad es porque pone en ella no solo la expectativa de una formación de superior sino porque estima que mediante ella alcanzará niveles de ingreso o tipos de trabajo mejores que los que puede obtener sin los títulos que otorga. A este proceso hace referencia la clásica metáfora de la universidad pública como “ascensor social”, un tópico fundamental del siglo XX argentino. Sin embargo, una patria de universitarios completos puede revelarse no tan apetecible cuando en el piso de llegada del ascensor universitario se acumulan titulados para una estructura económica incapaz de absorberlos en cuanto tales.
El proyecto de universidadización de la sociedad no es el culpable de la esclerosis que sufren los otros ascensores sociales, principalmente, pero no solo, el del trabajo asalariado. No se trata en este último caso tanto de un problema de ingresos cuanto un problema de las modalidades de la relación salarial y de las condiciones de realización de la tarea como la seguridad e higiene, el ritmo y los horarios de trabajo, etc. [Cuáles son los nuevos derechos de los trabajadores de estos últimos años?]. Por otro lado, para los sectores de menores ingresos la posibilidad de ascender socialmente en base a la realización de una actividad empresarial también está dificultada, en este caso por la falta de crédito para la producción. Sin embargo, la tradición de defensa del ingreso libre e irrestricto a la educación superior ha sido una de las principales vertientes de un cierto fetichismo de la universidad, según el cual los estudios superiores constituyen una privilegiada llave de acceso a una mejor calidad de vida aún cuando esa calidad ni siquiera pueden garantizársela a una buena parte de los trabajadores dedicados a la docencia o la administración.
Rinesi está a la cabeza de una de una Universidad que forma parte de una experiencia fuertemente exitosa de expansión del acceso a la educación superior, iniciada en los años noventa y afortunadamente confirmada en los dosmil: la localización de casas de estudio en el área metropolitana. Es precisamente a partir de esa experiencia que pueden marcarse los límites que tiene la expansión del acceso (y con ella la de la centralidad del debate en torno a la masividad). Para esas universidades, más que para ninguna de las que las preceden en más de un siglo de vida, el desafío no es sólo el de ser un ascensor social rápido y eficiente sino el de convertirse en un pilar del edificio-país en el cual ese ascensor funciona. Si se piensa a la Universidad como uno de los motores del desarrollo inclusivo del país, la disyuntiva elitismo/masividad que por años ha hegemonizado el debate, se vuelve prácticamente irrelevante. No porque amplios sectores de la población dejen de tener problemas para ejercer su derecho a la educación superior (como lo tienen, por otra parte para acceder a la educación básica -cuya matrícula en la Ciudad de Buenos Aires es en un 50% de escuelas no públicas- o para acceder al sistema sanitario -de cuya segmentación tantas veces hemos discutido con MEC y Mendieta sin, creo, jamás escribir nada al respecto). No porque vayan a desaparecer mágicamente las desigualdades de clase, geográficas, e incluso individuales (por no mencionar a las que hay entre los sistemas educativos subnacionales). Si se construye a la Universidad como un espacio que debe producir mucho más que graduados, la tensión elitismo/masividad desaparece porque el acceso a la universidad dejaría de estar exclusivamente en la puerta del aula para pasar a estar en la puerta de sus laboratorios y talleres, de sus bibliotecas, de sus centros culturales y de idiomas, de sus proyectos de extensión.
Si la universidad funciona como una generadora de desarrollo, es el para qué el que resuelve el para cuántos. Si la universidad es para el desarrollo ya no se trata tanto de cuántos (aunque siempre quedará la cuestión de quiénes -los ricos, los pobres, los que mejores notas tienen, y así) van a la universidad sino de hacia cuántos va la universidad. La universidad democrática de hoy ya no puede ser la que sólo garantiza un ingreso libre sino la que además garantiza mejoras para los trabajadores, para los empresarios nacionales, para los sectores más desfavorecidos. Que garantiza, en fin, no sólo el ascenso sino la construcción de un edificio cada vez más alto al que pueda subirse por diferentes ascensores. Lamentablemente, no hay ninguna enunciación de derechos que por sí misma ayude a superar ese desafío.
PD: Eco también habló en Burgos de universidad e internet. Un tema interesante y frecuentado por el escritor y ensayista. Habría que preguntarse por qué el wifi llegó a las casas y los bares antes que a las universidades y por qué para los docentes dar una clase conectados a internet es tan difícil. Ni qué hablar de que sean los estudiantes los que estén conectados (didácticamente, no chateando entre ellos por celular, se entiende). Pero ese es otro tema.